miércoles, 2 de marzo de 2016

Ruinas.

Te quiero. Sí. Porque llevo razón. Es la verdad. No gusta pasear por un camino lleno de bloques de hormigón derruidos. Llenos de escombros y cenizas que se levantan a cada paso, donde huele a dolor y se respira el miedo, donde se oyen risas ya rotas, los "te quiero" de mentira susurrados al oido y lágrimas que aún dejan humedad en las rocas, donde se sienten los abrazos de esos brazos que ya no están. Un camino sin hacer o, más bien, deshecho. Porque rehacer sobre un lugar destruido no es tarea fácil. Casi siempre son lugares donde preside la oscuridad, abunda la niebla y reinan las almas. En esos sitios antes de estar dentro del todo, hay que raspar. Son lugares llenos de fantasmas vencidos en guerras perdidas que ya no dejan paso a un atisbo de luz, ellos la confunden con la que desprendieron aquellas bombas que una vez ya arrasaron con todo. Cada vez que algo intenta entrar, empieza a llover, haciendo barrera y borrando cualquier rastro que se haya colado. Y cuando menos esperas, cuando más abunda la neblina y más fuerte está lloviendo, de pronto pasas tú. Alguien a quien le gusta bailar bajo la lluvia. Y en vez de coger otro camino, prefieres entrar en el mío. Y descubro que no tengo por qué cambiar mis ruinas por un rascacielos. Descubro que eso es relativo. Y que hay quien valora más un atardecer frente al foro romano para ver el contorno del Palatino que entrar cada día en el Burj Khalifa. Tú, mi persona, sacas a bailar tus ruinas con las mías bajo mi propia lluvia, hasta que lo sé. Sé que merece la pena, que no es necesario cambiar. Que las ruinas siempre van a vivir dentro de mí, pero yo decido cuidar mi ciudad y convertirla en mi propio patrimonio, o esconder mis ruinas y dejar que sigan pesando. Porque no todo el mundo es capaz de enamorarse de un corazón roto, de amar un alma herida. Así que sí. Te quiero. Por cómo tus ruinas saben construir cuidades mientras bailan con las mías.

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